Falleció el expresidente de Uruguay a los 89 años. Fue guerrillero, campesino, jefe de Estado y figura pública internacional. Uno de sus últimos deseos: ser cremado y enterrado al lado de Manuela, su perra de tres patas que murió el año 2018.
José “Pepe” Mujica murió este martes 13 de mayo a los 89 años, en Montevideo, tras enfrentar un cáncer de esófago y una enfermedad autoinmune que lo había mantenido alejado de la vida pública durante los últimos meses. La noticia fue confirmada por el Hospital Médica Uruguaya y replicada rápidamente por medios de todo el mundo, como si la partida de Mujica significara también el cierre de una época.
Antes de ser presidente, Mujica fue guerrillero del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, uno de los movimientos armados más activos de América Latina durante los años 60 y 70. Fue capturado, torturado, incomunicado durante más de una década en condiciones extremas. Cuando volvió a la vida pública, no lo hizo con sed de revancha, sino con una convicción: que la política podía ser una herramienta de transformación sin que eso implicara renunciar a la ternura.
Gobernar también es ceder
Durante su mandato (2010–2015), lideró una de las agendas más progresistas del continente. Legalizó el aborto, el matrimonio igualitario y la producción estatal de cannabis. También impulsó una reforma agraria silenciosa, fortaleció la educación pública y sostuvo un discurso internacional profundamente crítico del modelo capitalista.
Su célebre intervención en la cumbre Río+20 de 2012, donde cuestionó la obsesión global por el consumo y el crecimiento económico, sigue circulando como uno de los pocos gestos verdaderamente disonantes en la diplomacia global. “Venimos al planeta para ser felices”, dijo entonces.
Pero Mujica nunca fue un ícono limpio. Sus contradicciones también fueron parte de su historia. Apoyó proyectos de agronegocio en Uruguay que entraron en conflicto con movimientos ambientalistas. Fue criticado por mantener una postura ambigua frente a regímenes autoritarios de la región, ya que como todo político que alcanzó el poder, se vio obligado a transar.
Política desde lo mínimo
Nunca se pareció a los líderes tradicionales: le hablaba a las juventudes sin prometer nada, sin discursos altisonantes, con una ética campesina que no se construía en base a slogans sino a convicciones. Decía que la política debía parecerse a la vida real, que el consumo no podía ser el centro, que gobernar no era acumular poder sino administrarlo para otros.
Vivía en una chacra, manejaba un escarabajo, donaba gran parte de su sueldo y usaba camisas gastadas, pero más allá de la estética austera, su figura encarnaba una forma de decir las cosas sin gritar, de hablar de utopías sin temor a parecer ingenuo. Mujica no era una pose: fue un político que logró envejecer con más preguntas que respuestas, sin dejar de hacerse cargo del barro.
Los últimos mensajes
En febrero de 2025, cuando la enfermedad ya avanzaba sin tregua, Mujica recibió al presidente chileno Gabriel Boric en su chacra de Rincón del Cerro, con quien plantó un olivo y compartió una conversación íntima de más de una hora. Fue un gesto simbólico, una siembra silenciosa entre generaciones políticas. En esa ocasión, Mujica habló sin eufemismos:
“No somos ni de izquierda ni de derecha, somos humanistas: pensamos en lo que le conviene al futuro de la humanidad y nos vamos a morir soñando con eso”.
En estos últimos momentos, ya no esperaba convencer, sino apenas sembrar una inquietud. Semanas después, en una entrevista para la Cadena SER, condensó sus últimas ideas públicas en una frase breve: “Que amen la vida”.